miércoles, 28 de abril de 2010

A favor de la alumna

(Aparecido en la sección de Opinión de EL PAIS esta mañana, miércoles 28 de Abril)

Nunca nuestra cultura prohibió a las mujeres llevar la cabeza cubierta. El protocolo nos permite cubrirnos incluso en la mesa, cosa que a los varones no –bajo techo, ellos no- y deja el control de esas cuestiones en manos de la moda. Pero eso pasa ahora, no hace ni cincuenta años. Que las mujeres muestren el cabello fuera de casa es una marca de la modernidad. Es más, de la estricta modernidad occidental y laica. Sólo a partir del concilio Vaticano II pueden las católicas entrar sin velo en las iglesias. Como pueden entrar con pantalones o con los brazos al aire. Y llevar tapado el pelo sigue siendo norma en muchos ámbitos occidentales: en los quirófanos, en las cocinas, en muchas fábricas y laboratorios, en muchas órdenes religiosas. La prohibición del velo en algunos centros de enseñanza no se puede enmascarar en cuestiones protocolarias, porque, respecto a las mujeres, no existen límites: es la prohibición de un rasgo identitario. Y es la introducción en el debate público de un tema que roza los derechos constitucionales de algunas ciudadanas españolas: el de no ser discriminadas por razones de religión.

Tampoco es cierto que cada centro escolar pueda hacer de su capa un sayo. Hay límites bastante precisos. Por ejemplo, no se pueden aplicar castigos físicos, y habría muchos que bien quisieran. No: los derechos humanos, que son individuales y universales, están absolutamente por encima de la voluntad normativa de los padres, enseñantes y propietarios de los centros. Si éstos –como es el caso que está ahora en el candelero, y que seguirá y seguirá- son de titularidad pública, no deberíamos ni discutirlo.

Es que no se debería haber planteado. Porque abre un debate oportunista y lo hace vulnerando lo importante: el derecho de las chicas musulmanas y observantes a la educación pública. El mismo derecho que se vulneraría si se impidiera a las monjitas tocadas, asistir, como asisten, a la Universidad.

Si, es un tema de identidades y de pertenencias religiosas, que es absolutamente legítimo –igual de legítimo que el de no adscribirse a ninguna- y que las instancias públicas, aconfesionales y laicas, tienen que proteger y garantizar. Por eso, el tema del velo no puede relacionarse con el de las señales religiosas en las instituciones públicas –los crucifijos en las aulas, los hospitales o los juzgados, por ejemplo. El Estado, y los centros educativos públicos son Estado, es aconfesional. Los ciudadanos tenemos libertad para pertenecer y practicar la religión que nos parezca oportuna, o para no practicar ninguna. Y no tenemos por qué ocultarlo. Como decía hace pocos días Amelia Valcárcel en estas mismas páginas, la religión es privada, pero no clandestina. Los alumnos pueden llevar cruces o solideos, claro que sí. O velos. O no. Y el espacio público les respeta a todos, y les enseña, es su primera y principal enseñanza, a respetarse entre ellos. Sabiendo quiénes son. Así que no hay crucifijos, ni medias lunas, ni estrellas de David, en el aula pública. Sólo los símbolos civiles, que son los símbolos comunes. Porque a lo que ataca directamente la segregación que se ha ejercido contra estas chicas madrileñas, por llevar el pañuelo, es a la construcción de esa identidad común en la que cabemos todos por derecho. No sólo a su derecho individual a la educación pública, que ya sería bastante.

Dicho esto, creo que conviene reflexionar un poco sobre el tema del velo.

A mí, que soy agnóstica de educación católica, no me gusta. Y no me gusta porque las mujeres progresistas de mi generación en el mundo musulmán, como querían cambiar sus sociedades y luchaban por ello, se lo quitaron. Porque, efectivamente, luchar por la naturalidad del cuerpo formaba parte de la lucha de las mujeres por su igualdad. Como mi generación occidental se quitó el sostén, se puso los pantalones, los pantys y la minifalda, las mujeres progresistas de los países llamados árabes eligieron vestir a la occidental –la ropa del mercado, y el tema de la identidad y la indumentaria merece una reflexión más larga- y quitarse el velo. Con ello trataban de superar una situación de desigualdad de género, y de diferencia con sus congéneres occidentales, con las que tanto compartían y comparten; pero también expresaban la esperanza en la normalización democrática y en la salida de la pobreza de sus sociedades. Se quitaron el pañuelo igual que se lo quitaron, año arriba, año abajo, muchas campesinas cristianas de toda Europa. Piense en Castilla. Piense en Sicilia. Ellas habían elegido la modernidad.

La generación de nuestras hijas ha recuperado el pañuelo y hasta obliga a sus madres a ponérselo. Y no es un tema baladí, porque le han cambiado el significado –ahora tiene un valor reivindicativo e identitario, cuando antes se sentía como un símbolo de sumisión-, pero se da el caso de que ese valor nuevo coincide en el tiempo con el crecimiento y el empoderamiento político de las corrientes religiosas más retrógradas del Islam, y no sólo del Islam. De todas las llamadas religiones del Libro. E incluyo a la Iglesia Católica y a sus brazos supuestamente liberales, que son los que más nos tocan. Y otro tema sería el del reparto de responsabilidades en estos ascensos.

Creo que ese es el pulso que está en juego ahora, en la Comunidad de Madrid y en el resto del país –donde, por cierto, hay muy pocos escándalos como éste. Creo que el debate se ha abierto por donde no se debía, llevándose por delante, primero, la normalidad cotidiana: no es cierto que el pañuelo sea lo que discrimina: lo ha probado la solidaridad con la alumna castigada en el colegio Cela. Y si discriminara, sería contra eso contra lo que habría que legislar, y ya está legislado; segundo, también se han llevado por delante el derecho de unas adolescentes a mostrarse como creen que son, y a la educación pública como lo que son: ciudadanas de este país. Y creo que no es casual que lo haya planteado quien lo ha planteado y justo ahora.

No creo que se pueda someter a ley general el tema del velo: hace siglos que no hay leyes suntuarias y que no se regla el tema de la ropa: sólo hay esa cosa amplia y cambiante del decoro y la etiqueta, y no creo que nadie se atreva a decir que el pañuelo es indecoroso… El que no se regule es, exactamente, la modernidad. Y tampoco creo que se pueda dejar en manos de los consejos escolares la posibilidad de prohibirlo. Porque está muy por encima de sus atribuciones. En todo caso, les tocaría investigar, a favor de la alumna, si se la violenta u obliga a llevarlo. Y en ese caso, como en todos los casos de violencia y abusos contra los niños, y con la debida prudencia, actuar en consecuencia. Es decir, acudir a instancias superiores. A favor de la alumna. El resto es pura provocación.

Addenda: El colegio alternativo al Camilo José Cela, donde se ha producido el escándalo, en vista de que la niña aceptaba cambiarse de cole, ha prohibido ayer, también, el pañuelo. ¿Qué tal?

viernes, 9 de abril de 2010

Esos cuerpos divinos

Después de un invierno de sólo mirar perros –los que tenemos, igual que las embarazadas sólo ven tripones, y los padres con carrito sólo ven bebés, los que tenemos perro, digo, vemos muchos, muchos perros por la calle- llega la primavera, y yo al menos, fuera de edad, dignidad y gobierno, he vuelto a empezar a verles. Tan jóvenes, tan guapos. Tan jóvenes.

Lo jodido de envejecer es que no envejecemos! Sólo el maldito sentido común dice eso de que podrían ser tus hijos. Y quién puede escuchar al (maldito) sentido común en primavera.

Pero no es de esos divinos cuerpos, que aparecen, como setas venenosas, en primavera, de los quiero hablar. "Cuerpos divinos" es, para mí, el más esperado de los libros. Se ha demorado desde los años setenta. Ya Guillermo Cabrera Infante tenía ese título en la mente, y sospecho que muchos de sus materiales, cuando, casi recién salida esa grandísima novela que es "Tres Tristes Tigres", empezamos a cartearnos, porque yo hacía la tesina sobre ella. Y hablo del 70 o 71, más o menos. Y ya habla sobre "Cuerpos divinos" en la entrevista que cierra mi primer libro sobre GCI, que creo que era el primero que se escribía sobre él, y desde luego, mi primer libro tout court, y estoy hablando del 79. Entonces decía Cabrera Infante: “tengo un proyecto que está realizado a medias, "Cuerpos divinos", interrumpido muchas veces y otras tantas continuado”. Y cuenta cómo la novela que por fin he podido leer, parte de un cuento publicado en una revista –no me dice cuál, cuento ni revista-; que un crítico argentino le pide otro relato parecido, que escribe, y por fin, a sugerencia suya, se lanza a la escritura de “una suerte de memorias adolescentes” en las que quedara sólo el erotismo: fuera la política, fuera la literatura. Sólo las chicas, y, mayormente, las casi niñas. Y el humor, aunque eso no lo dice. Y el cine y la música, inevitablemente.

Yo no sé si el crítico era argentino: me sospecho que, en realidad, era uruguayo, y debo decir que creo saber cuál era la revista, pero, a lo mejor porque el tal crítico no me cayó nada bien, aunque en aquellos entonces puso su todopoderosa revista norteamericana a mi disposición –vía Guillermo, claro-, el caso es que ahora mismo me doy cuenta de que no volví al tema nunca. Sólo ahora. Al de los orígenes, no al de los cuerpos –divinos- del que creo que le pregunté en las tropecientas entrevistas que le habré hecho… y siempre era un work in progress.

Y lo sigue siendo. "Cuerpos divinos", por supuesto, hace poco caso del uruguayo, aunque resulta ser el manantial del que irían saliendo "La ninfa inconstante" –cuya historia reaparece por otros medios en “Cuerpos…”- y hasta "La Habana para un Infante difunto", ese mapa erótico de la Habana, y, desde luego, "Delito por bailar el chachachá", un relato que, en la cronología vital y literaria de Guillermo, iría pocos meses después. Hace poco caso al uruguayo, porque hay política, y mucha, y contada con una bellísima fidelidad de Guillermo al que fue. El triunfo de la revolución, aquel fin de año, los días, y los meses, inmediatamente anteriores, y sus primeros trabajos “en el seno de la revolución”, que diría Fidel, están contados con el entusiasmo y la entrega que debió sentir entonces. Sólo ese humor tan peculiar pone la punta de distancia que luego habría de agigantar la biografía. Y la historia. O, como dice él, la geografía.

Así que hay política, y es troncal, pero también están las chicas. La niña de la playa, las diversas chicas casi sin nombre, historias de una noche o varias, las posadas, los hoteles y los picaderos, que diríamos aquí, la mujer matrimoniada, y por fin, Ella.

Y ahí, en ese enamoramiento loco, marcado con una profecía, todo el libro se convierte en una novela de amor, que termina como tienen que terminar las novelas de amor: en el colofón se advierte: “Ellos, él y ella, se volvieron a juntar y ya no se separaron más y viajaron mucho y conocieron países extraños”. Tal y como había dicho la bruja.

Lo he devorado, y no en las mejores circunstancias. Y para mí tiene, además del disfrute de la prosa de Cabrera Infante, del deslumbramiento de su lenguaje –que cuaja brillantísimo sobre todo a partir del primer tercio del libro, para ir subiendo hasta el final- y de la calidad innegable de la verdadera literatura, una cosa personal: han sido muchos años esperándolo, y aquí está. Y, además de todo lo dicho, y más allá, en este libro Cabrera Infante me cuenta que está conforme con su vida. Con su historia. Justamente, con la parte más conflictiva: su lucha contra la dictadura de Batista, y su trabajo en el aparato cultural y diplomático castrista. Y a mí me parece muy bien. Porque hay un tiempo para cada cosa, y la crítica durísima –y merecida- posterior, incluyendo el exilio tan doloroso y la persecución de la que fue objeto, no le hace revisar ni maquillar su tiempo. Una honestidad que señalo aunque no me sorprenda: ya lo sabía.



P.D. Las “coordenadas” del libro por si lo queréis buscar –cosa que yo haría:
Ed. Galaxia Guttemberg/Círculo de Lectores, Barcelona 2010.