El Feng Shui y el salmón
Cuando yo era pequeña, el siglo pasado, los libros nos
servían para todo. Lo que uno y otra estaban leyendo en aquel momento era el
tema con el que empezábamos el tanteo previo al ligue, y encontrarse con gustos
parecidos –aunque nunca consiguiéramos desplazar la sospecha de que el otro
maquillaba sus aficiones con fines tan obvios; y nosotras mismas guardáramos
secretitos lectores no diré que inconfesables, pero de menos tono cuando una
era una intelectual en ciernes-
encontrarse con los mismos gustos, digo, era un placer escandaloso. Una promesa
de coincidencia personal para ya veremos qué.
Y si una era tímida, aunque supiera que, a partir de los
treinta, serlo sería su responsabilidad y no la de su carácter, el libro te
acompañaba, y además, decía quién eras. Elegir el libro que sacabas a pasear
tenía sus bemoles. Inconscientes muchas veces, casi siempre, pero hay libros impresentables, aunque muchas veces sean
imprescindibles. El libro de compañía hablaba de tu nivel a muchos niveles. Y,
pienso ahora, contábamos con que a buen entendedor. Conocimiento y reconocimiento. Era una especie de
libro-estatus, cuando el estatus no era sólo cuestión de dinero, y más, cuando
lo del dinero era una horterada. Las cosas –y los libros- han cambiado
mucho desde entonces. Yo, yo creo que
también.
Por ejemplo, el valor añadido. Todos los libros lo tienen:
desde el sello editorial al género de que tratan, los temas, los autores, en
fin, ese contagio definidor de los públicos
cautivos, y todos los públicos lectores estamos cautivos de algo, de
alguien. De nuestro gusto y su historia. El ejemplo de la poesía es superválido pero no único. Los lectores de teatro son tan minoritarios
como sus espectadores y sus profesionales y artistas. Los de terror y sf son
una secta, aunque tengan canales –de pago- exclusivamente dedicados, y
festivales de cine, cómic, literatura del y sobre el tema. Una secta activa y
proselitista. Y los de policiales y misterio, una iglesia, porque me da la
impresión de que somos más.
Pero hay un valor añadido muy funcional, muy eficaz, y yo
diría que muy nuevo. Estoy pensando en dos libros recientes, pero en muchos
más: en “El maestro de Feng Shui”, del escritor de Sri Lanka, Nury Vittachi, y
en “La pesca del salmón en Yemen”, del británico Paul Torday. Es el ingrediente
científico o, si se prefiere, el de un conocimiento sistematizado
extraliterario, si es que hay algo que sea extraliterario. Una ciencia, aunque
sea tan misteriosa y especializada como el Feng Shui o la piscicultura.
En “El maestro de Feng Shui”, Mister Wong, profesional de la
readaptación de viviendas, negocios y fincas con mal fario, aplica sus
conocimientos en la vieja ciencia china y se encuentra con nueve casos de
muertes violentas que resuelve por esa misma vía. El Feng Shui está
absolutamente de moda en occidente desde los ochenta, porque es el complemento
“espiritual” del minimalismo en decoración de interiores. Aunque su origen está
ligado al invento de la brújula, vale decir, de los campos magnéticos, su
ritual es barroco, mítico y místico, y
su exigencia relaciona directamente la estética y la ética. Porque es una
propuesta de equilibrio y ascesis, con esa cosa práctica de las morales
orientales. Vamos, que llena la sed de espiritualidad tan fashion del fin de siglo, al tiempo que promete serenidad y
abundancia, y las hace compatibles.
La piscicultura, en cambio, es una ciencia dura y un paso
más en la cría de alimentos. Con el mismo sentido que nuestros ancestros del
neolítico, de nuestras culturas madres y padres del pastoreo y la agricultura,
a la caza y la recolección abrasivas sucede la cautividad previsora, la
reproducción protegida, el cultivo en fin. En esas nuevas granjas marinas,
además, se conjuran los males del mar moderno, contaminado y en vías de
esterilización, reproduciendo, gracias a tecnologías muy sofisticadas, las
condiciones de crecimiento de los peces. Que están más estresados, pero lo
mismo le pasa a las gallinas, no?, y a mucha gente. Alfred Jones, el
protagonista de “La pesca de salmón en Yemen”, nos cuenta todo lo que tenemos
que saber sobre piscifactorias, migraciones de peces, grados de salinidad,
etcétera. Como nos lo cuenta el doctor Wong sobre orientaciones, tablas
numéricas, diagramas y trigramas, en fin.
Es obvio que ninguno de los dos
libros son manuales, que hay algo
más, mucho más. La trama policial o la construcción de la utopía, la aventura
del encuentro entre personas y, en los dos, entre culturas. La evolución de los
personajes, que es la clave de la novela moderna, y de la vida. Pero la
comparecencia de la ciencia, por muy iniciática y secreta que sea, funciona
como un elemento estructural fundamental, y no sólo porque en ambos es la base
del argumento. Es que, en la posmodernidad, las ciencias –igual de eficaces en
eso las ocultas y las empíricas- son, paradójicamente, lo único verdadero. Así que la verosimilitud del
libro está asegurada. Sobre todo, si contrasta con una aventura con tanto vuelo
imaginario como la de la futura implantación de los salmones en las calientes
montañas del Yemen.