Este texto, que cuelgo en mi blog abandonado durante todo este tiempo, acaba de aparecer en la revista "Marie Claire", en su número de abril. Ya en los kioskos.
¿De qué hablamos cuando decimos feminismo? ¿Es una categoría en desuso? ¿Estamos ante el postfeminismo, como querían algunas teóricas norteamericanas desde hace más de diez años?
Cerrada la primera década del siglo XXI, que muchos profetizan como “el siglo de las mujeres”, este marzo se cumplen cien años justos desde que empezó a celebrarse el Día de la Mujer Trabajadora. El balance de esta historia, que es en realidad la del feminismo moderno, es, como poco, contradictorio. Porque, si bien ha habido logros indiscutibles, también es cierto que la mayor parte de los problemas siguen abiertos y que estamos lejos de la igualdad. Como dijo alguna vez la periodista norteamericana Susan Faludi, "la historia de las mujeres es como la limpieza: crees haber quitado todo el polvo, vuelves cinco minutos más tarde y hay que empezar de nuevo”.
La verdad es que casi nadie cree haber quitado todo el polvo, aunque es cierto que las mujeres tienen hoy un papel más relevante en la vida pública. Aunque el porcentaje sea casi ridículo, están algo más presentes en los puestos donde se toman decisiones, incluso hay una voluntarista tendencia a la paridad, sobre todo en la política progresista. Y también es cierto que hubo, y hay, una cierta ilusión de igualdad, que rápidamente fue desilusionada…. contestada por todos los datos de la realidad: las diferencias salariales por el género, por ejemplo. En España, las mujeres ganamos un 22% menos que los varones, por el mismo trabajo.
Natasha Walter, una de las que creían que la igualdad de sexos ya estaba conseguida, se desdice en Muñecas vivientes. El regreso del sexismo, (Turner, 2010), donde analiza el asalto a la igualdad desde el determinismo biológico. Porque toda una corriente, supuestamente científica, quiere explicar las diferencias de comportamiento entre varones y mujeres por la construcción cerebral o por la acción de las hormonas sexuales. Y la mencionada Faludi, en su ya clásico Reacción, subtitulado La guerra no declarada contra la mujer moderna, que fue traducido enseguida al castellano (Anagrama 1991), hablaba, ya en los noventas, de "la contraofensiva moral y política del poder masculino en América", de la auténtica "campaña de terror" contra las mujeres que deciden llevar adelante una vida autónoma en lo profesional y en lo laboral, amenazadas por una supuesta desfeminización y el chantaje a donde más duele: las mujeres que acceden al poder, se quedan solas!
Hace casi tres décadas que asistimos a esta reacción antifeminista, agudizada tras el atentado del 11 S en Nueva York y la restauración del mito de la hembra débil y el macho fuerte, analizado también por Faludi en su libro La pesadilla terrorista (Anagrama, 2008 ). Así que estamos sitiadas, no sólo por la reinvención “científica” de la desigualdad, sino por esa reasignación de los roles tradicionales, en la que se esfuerzan, codo con codo, con los integrismos religiosos y los “rearmes morales”. Todos coinciden en la reivindicación del papel reproductivo de las mujeres, la propuesta de la nueva crianza -amamantar a demanda del bebé, por ejemplo, o el parto “natural” y doméstico-, junto a la guerra a la contracepción y al aborto, y la relación entre la dedicación familiar y la felicidad…Decía Enma Bonino, en carta dirigida al congreso internacional Voces Mediterráneas: “Es suficiente mirar la ficción, o muchas películas de éxito, para notar que las mujeres poderosas son casi siempre antipáticas, no saben mandar, son histéricas, y, si acaso tienen hijos, ellos tienen muchos problemas. En fin, malas e infelices! Naturalmente siempre terminan siendo abandonadas por sus maridos al final de la primera parte, y remplazadas por una mujer muy dulce, que no tiene ninguna responsabilidad laboral”. “Detrás de una aparente liberación de la mujer, que parece limitarse a la esfera sexual, estamos sumergidas en un ambiente cultural que limita nuestros deseos, nos culpabiliza si rompemos con sus reglas, y empuja a nuestras niñas a soñar con ser sólo guapas, y más, guapísimas, pero todas iguales y, sobre todo, no inteligentes”. Y eso, pese a que las estadísticas nos cuentan los excelentes resultados de las chicas universitarias, en carreras antes copadas por los varones, como las ingenierías o las ciencias “duras”, o la eficacia probada de las mujeres en la vida profesional y laboral.
Nuestras niñas tienen que ser guapas, claro, y nosotras, jóvenes. Serlo es nuestra responsabilidad, sitiadas por las cremas antiedad, que ocupan buena parte de los espacios publicitarios, sobre todo en la televisión, o por intervenciones más agresivas, como la decidida opción por la cirugía plástica, un poco arrumbada de la publicidad por la crisis económica. Guerra al envejecimiento que pasa por esa saludabilidad que nos convierte en guardianas de la salud y el aspecto físico –la delgadez, por ejemplo- no sólo de nuestras personas, sino de toda la familia. Y que, en versión seguramente menos invasiva, o quizá más acostumbrada por la continuidad y la redundancia que lo ha instalado ya en el sentido común, es lo que queda de aquel furioso culto al cuerpo que irrumpió como supervalor en la década de los ochenta, y que se mantiene como ideal incluso para las adolescentes. “Sin tetas no hay paraíso”, aunque, dada la situación, a lo mejor hay que dejarlo para cuando pase la crisis…
Y es que el modelo físico de mujer, que incluye la indumentaria, es uno de los puntos de fricción entre las generaciones. No es raro que, tras la naturalización del cuerpo perseguida por la generación del 68 y las feministas de los setenta, con su rechazo del maquillaje, o del sostén como metáfora, y la persecución de un ideal andrógino –con todas las consecuencias que este modelo haya podido tener, y que habría que analizar críticamente también- asistamos ahora a la afirmación de las formas femeninas, hipertrofiadas muchas veces por esos fetiches de la ropa interior decimonónica, como los boustier o los ligueros y las medias cortadas, que pasan ahora de lo oculto a lo visible, de lo interior a lo exterior, de lo íntimo a lo público. Modelos provocadores como, primero, Madonna y después Lady Gaga o Gentry de París, proponen una feminidad a ultranza, que es asumida, con variantes evidentes, por las pasarelas de la moda, y desde luego, por un buen número de adolescentes y de tribus urbanas. Y Carolin Rochet puede decir en un reciente número de Marie Claire París que “se quiere todo. Ser sexy y respetada. La feminidad es una forma del feminismo”.
Para complicar un poco más las cosas, en un mundo en que las víctimas del machismo no disminuyen y cada vez alcanzan a mujeres más jóvenes, se nos aparece el velo, el hiyab, el pañuelo que identifica a las mujeres árabes y/o mahometanas, cuyo uso está creciendo en los últimos años, y no sólo en los países de origen, sino entre las comunidades asentadas en Occidente, donde se llega a ver casi como una agresión. Son las jóvenes las que están cambiando el sentido del velo, de sumisión a señal de identidad, y las que están removiendo la posición de sus madres, que se lo quitaron en señal de modernidad e igualdad. Pero coincide con la radicalización del islamismo político. Así que se pueden estar llevando por delante muchas cosas. No lo cree así Khadija Benganna, la presentadora de los informativos políticos de la cadena de televisión Al Yazira, que es la CNN del Medio Oriente: la referencia, por así decir, y que ha recuperado el velo para aparecer en pantalla. Ella trata de desdramatizar un debate, muchas veces confuso –el hiyab no es el burka afgano, no es el chador, no es la máscara saudí-, pero que sigue siendo difícil en una cultura que, si aplica las leyes coránicas estrictamente –y en varios países islamistas se aplican- reinstala a las mujeres en el terreno tradicional del sometimiento. Hay que reconocer que todas las religiones organizadas darían cualquier cosa por conseguir lo mismo…. Intelectuales tan solventes como la iraní Nayered Tohidi, de formación laica, han terciado en el debate de la prohibición del velo en la escuela europea, y se han manifestado en contra: se quedarán sin educación, vale decir, sin esperanza. Y otras, como la francoargelina Sihem Habchi, presidenta de “Ni putas ni sumisas”, el movimiento que, con un nombre tan expresivo, ha puesto al feminismo de nuevo en el candelero europeo, con “filiales” en un montón de países –España entre ellos- y una consultoría permanente para las Naciones Unidas, apuesta por el laicismo, contra el patriarcalismo, y por la interculturalidad. Porque estos son los conceptos en los que, el feminismo del siglo XXI, se mueve y se va a seguir moviendo, según parece.
Es que el gran cambio de conciencia que ha sufrido el feminismo en todo este tiempo, ha sido el cambio de sitio de las mujeres, de colectivo a mayoría. Las mujeres, como no se cansa de decir Soledad Murillo, la impulsora de las leyes de Igualdad y contra la violencia machista, y hoy en la Comisión de la Mujer de Naciones Unidas, no somos ni una minoría, ni un colectivo. Somos algo más del 52% de la población de la tierra, en España el 51 y pico. Mayoría absoluta. Los derechos de la mujer son, sencillamente, los Derechos Humanos. La universalidad de la igualdad que ellos consagran, nos viene tocando. No?
Y cómo, siendo mayoría, seguimos como seguimos? Bueno, pues dilucidar eso –y acabar con ello- es una de las tareas de las feministas. Una aportación recientísima es el libro de Teresa Langle de Paz La rebelión sigilosa. El poder transformador de la “emoción feminista”, que publica estos días Icaria, y en el que recorre, visitando las aportaciones silenciadas y silenciosas de muchas mujeres, la particular manera en que las mujeres han podido hacer historia, y el bochornoso silencio con que se les paga. En él lanza el concepto de emoción feminista, como una suerte de fuerza motriz, de rebeldía original, hacia la conciencia feminista, y naturalmente, hacia la acción, y reivindica el papel de la memoria de las mujeres como un dato fundamental que debe entrar en el análisis de una historia, la nuestra, que, hasta ahora, resulta ser invisible. “La distinción entre historia y memoria –dice- cumple la función de llamar la atención sobre el abismo insalvable que separa a la memoria de las mujeres de su propia historia, una amnesia de siglos; un hecho que condiciona la experiencia de género y perpetúa realidades discriminatorias”.
Cumplidos justos cien años desde que empezó a celebrarse el Día de la Mujer Trabajadora, el balance, como hemos visto, es contradictorio, pero la conclusión es irremediable. ¿Feminismo, todavía? Si, feminismo todavía. Lamentablemente. Ojalá no hiciera falta que, cada generación de mujeres, tenga que reformularlo según su tiempo y sus necesidades, según su emoción rebelde, según sus sueños.
50 PRIMAVERAS
Hace 8 años
Graciassssssssssss!Leer tus palabras ha sido como una bocanada de aire al cuerpo. Un repaso espléndido al feminismo, sus logros, los retos del futuro. Donde estamos y hacia donde vamos... Como siempre humanista hasta la médula y algo que sabes hacer como nadie, reconocerte en otras, respetar su trabajo y establecer una alianza profunda y compleja en la política feminista de la sororidad, en palabras de Marcela Lagarde. Y... en estos tiempos... eso dice mucho..,todo de tu persona y de tu profesionalidad. Mil besos, Cristina
ResponderEliminarHola, buen texto! De quién es? Gracias
ResponderEliminarCompis de Mujer Palabra
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