Me entero de que Melgar de Arriba se postula como sede del cementerio nuclear que está estos días en subasta. No lo hace solo, porque es demasiado pequeño, sino mancomunado con Santervás, un poco más grande y que está a cinco kilómetros. Entre uno y otro hay tierras buenas y tierras malas, y yo supongo que las del páramo, más cerca de Melgar, donde están los majuelos, serán las idóneas para ese raro jardín que hemos visto, en estado virtual, por la tele, y que guardará en su barriga los residuos de buena parte de la energía que consumimos cada vez que encendemos la luz o abrimos el grifo del agua caliente. Confieso que estoy impresionada.
A ver: yo nunca he sido antinuclear. Es más: me parece que es la energía más barata, más limpia y menos contaminante. Esto es como lo de los aviones, que son el medio más seguro si no te toca la china. Pues eso. Que si te toca es mortal de necesidad, y eso siempre da yuyu… El cementerio en Melgar me impresiona. Sé que sería una manera de revitalizar la zona, que necesita vitalidad, claro que si. Una fuente de dinero y actividad, etcétera etcétera. Y si ellos lo quieren, les apoyo. Pero…
Seguramente soy una frívola cuando veo esta opción como una metáfora que me concierne. Y me concierne porque allí tengo yo un poco de memoria, de la memoria original, fundacional. Allí, en un pueblo pequeño que entonces estaba lleno de vida, y en una casa grande, de labradores ricos, que entonces estaba también viva, se pasaron los septiembres de mi infancia, ese tiempo que iba desde que acababa la playa santanderina hasta que empezaba el colegio –que entonces era después del Pilar. Entonces: qué palabra terrible. Entonces, la casa de mis abuelos. Y la posibilidad de pasar el tiempo en la calle, y de conocer un poco de naturaleza, de ruralidad. Vamos, los animales crudos de Breton. Gallinas, conejos, cerdos, caballos… y la burra para ir a las viñas. Y ovejas y mulas. Y palomas en el palomar. Y la vendimia. Y el tílburi de charol. Y los bailes a los que también íbamos las niñas, los domingos. Y la siesta y los tebeos, que qué curioso, eran de Roberto Alcázar y Pedrín, y debían estar ahí de vete tú a saber. Y las novelas rosas. Y las campanas de la iglesia de abajo, que tocaban el ángelus como si fueran un pasaje de Platero y yo. Y la era, y el cántaro a la fuente.
El invierno que murió mi abuelo lo pasamos allí, y entonces fui a la escuela, con el tintero de loza incrustado en el pupitre de madera, la tinta con grumos, y los carámbanos de hielo en la ventana. Yo tenía cinco años aquel invierno de radio, Antonio Machín y cortes de luz, la “gloria” calentando aquella casa enorme, y cosí una banderita vaticana porque venía el obispo a confirmar. Yo todavía no había hecho la primera comunión, y mi tía abuela Jacoba, que quería enseñarme a coser porque leer ya sabía, me decía con envidiable visión profética: “Hay que hacerlo bien. Nadie te va a preguntar nunca cuánto has tardado….” La de veces que, bajo presión, me he acordado de ella!
Ir a Melgar. Para mí era ir a la libertad. Es decir, viajar al Paraíso.
Hace mucho que no voy. De la gran casa de labranza queda poco, y del final trágico que tuvo mi abuela hablaré otro día. Pero que vaya a ser un cementerio nuclear… Prefiero no desarrollar la metáfora. En realidad, se trata de material novelable, y alguna vez la escribiré.
P.S: Ahora ya son 30.574 las personas que están pidiendo en Facebook que la justicia actúe contra el arzobispo de Granada. Ciudad maravillosa, por otra parte, de la que hablaré en el próximo post...
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